El 10% de las multinacionales controlan el 90% de las grandes marcas de alimentación. Porcentaje arriba, porcentaje abajo. Escoger libremente es, pues, una ilusión. Una ilusión creada por las compañías que dominan el mercado de consumo global mediante estrategias de marketing y de ingeniería social hábilmente diseñadas. Estrategias, lamentablemente, cada vez más simples, porque nos han educado (domesticado) a la perfección. Cuando entramos en un supermercado, la aparente diversidad de productos que vemos y nos hace sentir que tenemos toda la libertad del mundo para escoger, es simplemente un espejismo; una fantasía para entretener. Un Netflix con carrito.
Lo mismo ocurre con el resto de sectores económicos. Como ejemplo más evidente, el del automóvil. Todas las marcas fabrican el mismo tipo de vehículos, que han ido cambiando a lo largo de los años a medida que nos han ido convenciendo de la necesidad de incorporar diseños más innovadores y nuevas tecnologías que nos ayudan en la conducción, nos dan mayor seguridad y, supuestamente, reducen el impacto medioambiental (habría mucho que hablar sobre ello). Es decir, que al final sólo escogemos con cierta libertad la marca y el modelo, que tampoco realmente, porque cada uno está concebido con una precisión milimétrica para cada público-objetivo.
En definitiva, los especialistas en marketing consiguen que pongamos nuestra atención en aquello que nos quieren vender, ya que conocen con detalle las pautas de comportamiento y los mecanismos psicoemocionales y neuroquímicos que intervienen en la obtención del placer a través del consumo, la mayoría de las veces primario y nada reflexivo. También determinados organismos internacionales utilizan estrategias similares, en especial aquellos cuya financiación que dependen de grandes corporaciones.
En este contexto, ciertas reflexiones sobre desarrollo sostenible encajan con dificultad. Una de las premisas de la cultura de la sostenibilidad es la voluntad del individuo de escoger desde la plena consciencia, no sólo aquello que le aporte un mayor bienestar (efímero, en algunos casos), sino aquello que contribuya a que ese bienestar no sea a costa de generar impactos socioambientales que vayan más allá del derecho a vivir dignamente (concepto que ha cambiado mucho desde nuestros abuelos, ciertamente). Y el modelo de consumo no lo pone ada fácil, porque nos convence de que los espejismos son la realidad.
En todo caso, esta plena consciencia para decidir cómo vivimos y consumimos nos otorga poder, aunque sea un poder limitado que exija cada vez más esfuerzos para esquivar los embates de este mercado cautivo globalizado que nos va restringiendo los grados de libertad. No se trata de tener una vida basada en el estoicismo y en sentirnos culpables por vivir bien (un recurso comunicativo ampliamente utilizado y que funciona a las mil maravillas en una sociedad judeocristiana como la nuestra), si no para disfrutarla teniendo en cuenta que el solo hecho de estar vivo es un extraordinario milagro, por lo que cuidar bien de lo que entra en nuestro cuerpo, en nuestra vida y en nuestra mente debería ser nuestra principal prioridad. Y eso exige mucho espíritu crítico.